miércoles, 13 de octubre de 2010

El hechizo de Praga



Septiembre, final del verano en la República Checa. En las calles hay vendedores ambulantes de grosellas y frambuesas. El sol aún hiere la piel y entibia las paredes de piedra de los castillos de la región de Bohemia. En Praga, las muchedumbres de turistas comienzan a dispersarse, lentamente, como un ejército juerguista que retorna a sus cuarteles. Los bosques están plagados de buscadores de hongos silvestres. Por las tardes, las terrazas de los bares se llenan de gente y corren las jarras de “pivo”, la magnífica cerveza checa. Es el último esplendor antes de la llegada del otoño. Pronto vendrá el frío, los tejados se cubrirán de nieve y la vida se volverá silenciosa, puertas adentro. Pero para eso todavía falta, ahora es el final del verano y la República Checa está espléndida, luminosa como una novia.

Algunas razones que justifican una travesía de casi 20 horas, para unir los 12.000 kilómetros que separan al sur de América de las puertas de Europa del Este.
Praga: culta, elegante, divertida, es una de las ciudades más hermosas del mundo, una urbe llena de leyendas, en la que perviven testimonios de todos los estilos arquitectónicos que florecieron desde la Edad Media hasta nuestros días.

Bohemia: una tierra de bosques y castillos, de pueblos medievales en estado de perfecta conservación, como Karlovy Vary, Loket y Cesky Krumlov, entre tantos otros.
Los placeres culinarios: la cerveza es el orgullo nacional y se bebe a mares, mientras que en la cocina checa se fusionan las tradiciones eslava y alemana, con platos de carne de caza, hongos y frutos rojos.

Moravia: el territorio por descubrir, la cara menos conocida del país, un sitio en el que conviven impactantes iglesias góticas, coquetas rutas del vino y rastros de la época soviética.
Kafka: en Praga sobrevuela permanentemente la figura de Franz Kafka y también de otros grandes artistas checos, como Alfons Mucha, figura excluyente del art-nouveau.
Los precios: es uno de los pocos países del este de Europa que aún no se maneja en euros –su moneda es la tradicional corona checa– por lo que comer, beber, alojarse y comprar cosas es bastante más barato que en el resto de Europa.

La vida desde el Castillo

Hay mil formas de comenzar a recorrer Praga. Un punto de partida sutil, literario, es la modesta y entrañable casa de Kafka, situada dentro de las murallas del castillo que vigila la ciudad desde lo alto, en el Callejón del Oro y de los Alquimistas. El autor de “La Metamorfosis” vivió allí durante la década de 1910, cuando era una zona ocupada mayormente por joyeros judíos. En ese punto comienza nuestra travesía por la capital checa, durante una mañana fresca y soleada, tan temprano que logramos evitar las marejadas de turistas. Al mediodía es imposible, no ya entrar a la casa de Kafka, sino simplemente poder verla desde fuera.

Tras ese primer contacto con la figura del gran escritor checo –que irá apareciendo y desapareciendo a lo largo de todo el viaje–, nos lanzamos a recorrer los laberintos del Castillo de Praga. El área del castillo es la más antigua de la ciudad, del siglo IX, y en ella se concentran majestuosos edificios renacentistas, góticos, neogóticos y neoclásicos, además de esa maravilla del románico que es la basílica de San Jorge. El emblema del castillo es, de todas formas, la catedral de San Vito, un imponente templo gótico que se ve desde cualquier punto de Praga, famoso por sus vitrales y por atesorar las joyas de la corona checa.

Buceando por las callejuelas del castillo se encuentran, un poco más ocultos, sitios muy interesantes como los palacios Rosenberg y Lobkowicz, que pertenecen a dos de los linajes más tradicionales de la nobleza checa (los Lobkowicz fueron grandes benefactores de artistas como Ludwig Van Beethoven), en los que se puede apreciar el esplendor que alcanzó la ciudad durante los siglos XVI y XVII. Muy cerca de ellos, también dentro del castillo, está el Museo del Juguete, un lugar imperdible si se viaja con niños, en el que hay desde antiquísimos artilugios de madera y lata hasta una interminable colección de Barbies.

Antes de descender por la cuesta que serpentea hacia el barrio de Malá Strana, nos detenemos en los bordes de la muralla. Desde lo alto la ciudad se ve hermosa, envuelta en una bruma matinal que parece traída por las aguas del río Moldava, que pasan mansas bajo el mítico puente de Carlos. Junto a nosotros, unos japoneses ametrallan con sus cámaras de fotos a una banda de jazz de las tantas que tocan a la gorra en las calles de Praga. El clarinetista de la banda está interpretando la melodía de “Blue Bossa”, el famoso standard de Kenny Dorham, un hilo musical más que adecuado para meterse en Malá Strana, el barrio en el que surgieron los primeros bares y pubs tras la caída del comunismo, lugares donde se escuchaba, básicamente, jazz.

Los barrios y las layendas

Las muchas, muchísimas, tiendas de souvenirs no logran quitarle encanto a Malá Strana, un entramado de callejuelas que transcurre entre la orilla izquierda del Moldava y las faldas del castillo. La calle principal del barrio es Nerudova, bautizada en homenaje a uno de sus vecinos más ilustres, el poeta Jan Neruda. Hacia el sur, sobre la calle Karmelistka, se encuentra la iglesia de Santa María de la Victoria, donde está el famoso Niño Jesús de Praga, una figura del siglo XVI que genera veneración entre los católicos de la ciudad, que no son tantos, ya que la República Checa emergió del período comunista convertida en una sociedad mayormente atea.

Cruzamos el Moldava por el puente Manesuv y delante nuestro se abre Josefov, el antiguo Barrio Judío, el escenario de la leyenda del Golem, ese monstruo noble, protector de los habitantes del gueto, que forma parte no solamente de la mitología hebrea, sino también del imaginario de grandes escritores como Jorge Luis Borges. La figura del Golem está estampada en centenares de camisetas y postales que se ofrecen en la callejuela que lleva al antiguo cementerio.

Hay algo levemente irreal, como teatral, en el viejo barrio hebreo. Las tumbas amontonadas del cementerio (las lápidas parecen caídas del cielo, como si fueran hojas secas) se abren lugar entre los árboles, en torno de las paredes oscuras de la sinagoga. El conjunto tiene algo de tenebroso y recuerda inevitablemente a las grandes tragedias de los judíos checos, que alguna vez fueron una numerosísima colectividad y hoy apenas suman unos pocos miles. El mejor contraste es la sinagoga española, situada a un par de cuadras, sobre la calle Vezenska, mucho más festiva y de aires moriscos. En total, en el barrio hay seis templos judíos, que pueden ser visitados con un pase que cuesta 300 coronas (unos US$ 16), que incluye la entrada al viejo cementerio.

La figura de Kafka vuelve a rondarnos al pasear por Josefov. En el número 5 de calle U Radnice se encuentra su casa natal, mientras que a la vuelta del cementerio judío está el Café Kafka, un sitio encantador, con aires a finales del siglo XIX, que al parecer sólo toma prestado el nombre del escritor, para confusión de los muchos turistas que llegan hasta allí convencidos de que van a toparse con su fantasma. De todas formas, es un bar que evoca a la perfección la vieja Praga “kafkiana”, tanto como los que sí solía frecuentar: el Café Louvre, en la calle Narodní, y el Slavia, frente al Teatro Nacional. Estos dos lugares, junto con la espléndida confitería estilo art-nouveau de la Casa Municipal, conforman la Santísima Trinidad de los cafés de Praga.

En el corazón de la ciudad

Pasear en tranvía es un placer recomendable y barato. Por sólo 24 coronas (un euro) es posible atravesar la ciudad siguiendo el curso del río Moldava, lo que equivale a un típico recorrido de “bus turístico”. El tranvía 17 es la opción ideal, ya que corre paralelo al río y pasa por sitios insoslayables como el Teatro Nacional, el Puente de Carlos y el Barrio Judío. Además, se detiene muy cerca de Staromestské námestí , la Plaza de la Ciudad Vieja, donde se encuentran edificios emblemáticos de Praga, como el Reloj Astronómico, el antiguo Ayuntamiento, la iglesia de Tyn y la casa en la que Kafka y Einstein se juntaban a tocar música.

En la plaza se plantea una gran disyuntiva para los amantes de las compras: ir hacia el río, por la calle Parizska, plagada de tiendas de marcas como Prada, Moschino y Hermés, o tirar hacia dentro, rumbo a la plaza de Wenceslao, el verdadero centro para los habitantes de la ciudad.

Poco seducidos por la alta costura, decidimos caminar hasta la plaza de Wenceslao, atravesando en el camino algunas de las calles más desbordadas de turistas de toda la ciudad. La Wenceslao no es una plaza en el sentido estricto de la palabra, sino un bulevar que se extiende desde la estación de metro de Mústek hasta el Museo Nacional. Es una explanada caótica y bulliciosa, llena de tiendas, grandes almacenes y puestos de comida al paso, los típicos “spanek”. En uno de ellos, por apenas 50 coronas (unos US$ 3), compramos un mega-sándwich de salchicha ahumada y un balde de cerveza y nos lanzamos a curiosear por las tiendas de la plaza.

Entre un sinfín de negocios en tiempos de rebajas, nos topamos con el Museo del Comunismo, un lugar curiosísimo, situado sobre la peatonal Na Príkope. En sus salas se reproducen muchas escenas de la vida cotidiana durante la período soviético (que se extendió desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta la “Revolución de Terciopelo” de 1989) y hay abundante memorabilia “roja”: afiches, libros y packagings de productos de la época. Ocupa un primer piso casi escondido, en un edificio compartido con un popular casino y justo al lado de un gigantesco Mc Donald’s. Parece broma, pero no, es sólo un insólito sarcasmo de la Historia.

En la tierra de los castillos

Partimos temprano hacia Karlovy Vary, una de las perlas de la región de Bohemia, sede de un prestigioso festival de cine y, desde hace algunos años, destino predilecto de muchos “nuevos ricos” rusos. Famosa por sus centros termales, la ciudad fue fundada en el siglo XIV por el rey Carlos IV, el más prolífico de los monarcas checos, y está atravesada por el río Teplá (“río caliente”). En sus coquetas calles se destacan los edificos estilo art-nouveau y art-deco, típicos de finales del siglo XIX, cuando Karlovy Vary vivió un período de esplendor gracias a la “moda termal” que recorría Europa. Entre los grandes atractivos de la ciudad están la antigua fábrica del licor Becherovka –un ícono checo– y la Casa Moser, el mundialmente famoso fabricante de cristal de Bohemia, en cuya factoría se puede presenciar el maravilloso espectáculo del “soplado” del cristal incandescente.

Sólo 15 kilómetros al sudoeste de Karlovy Vary se encuentra Loket, una aldea amurallada, con un impactante castillo-cárcel, que seguramente no es muy distinta hoy de lo que era en la Edad Media. Y, continuando hacia el sur, se llega a Plzen, la capital de la cerveza checa, una ciudad del siglo XIII que está recorrida por un tan claustrofóbico como sorprendente circuito de túneles subterráneos, en los que sus habitantes se protegían de los asedios medievales. La entrada a los túneles cuesta 90 coronas (US$ 5) y se halla en pleno casco histórico, no muy lejos del edificio más fascinante de la ciudad: la sinagoga de Plzen. Se trata de un monumental templo judío, el tercero más grande del mundo, tras las sinagogas de Jerusalem y Budapest, una nueva muestra de la importancia que esta colectividad tuvo en la historia checa. El otro imperdible de Plzen es la factoría de la cerveza Pilsner Urquell (ver recuadro), un lugar que todos los días recibe autobuses llenos de fanáticos del “oro líquido”.

El viaje comienza a tocar su final cuando arribamos a Cesky Krumlov, probablemente el destino más cautivante de Bohemia, una urbe medieval que, si bien recibe miles de visitantes cada año, no está aún convertida en un montaje turístico. Durante el mes de julio, Cesky Krumlov es sede de un colorido festival medieval (en esos días, para entrar a la ciudad hay que estar vestido de época), en el que se rinde honor a los Rosenberg, los nobles que impulsaron el desarrollo de la urbe. Su castillo, en lo alto de un peñón, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es el lugar en el que confluyen un laberinto de encantadoras callejuelas llenas de bares, pequeños restaurantes, tiendas de objetos y galerías de arte.

En un bar de Ha Louzy, una placita situada a las espaldas del ayuntamiento de Cesky Krumlov, bebemos una cerveza que tiene gusto a despedida. La noche es tibia y sin estrellas. El viejo camarero que nos va llenando los vasos de “pivo” siente, de pronto, la necesidad de contarnos algo: “Esto, alguna vez estuvo rodeado de campos de lúpulo”, dice mirando hacia afuera. “Durante el comunismo, los estudiantes veníamos en verano a cosecharlo. Fueron los mejores años de mi vida: era joven y había mujeres y cerveza por todas partes. Nada está tan mal si hay cerveza y bellas mujeres. Al menos para un checo”. El viejo tiene los ojos acuosos, vaya uno a saber si por el alcohol o la melancolía. Una vez más, llena la mesa de “pivos”, alza su vaso y brinda, irguiéndose como un soldado: “¡Na Zdraví!”. Salud.

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