jueves, 4 de noviembre de 2010

Historias de Tilcara

En el corazón de la quebrada de Humahuaca, Jujuy, un puñado de personajes y circunstancias pintan un paisaje diferente, pero tan entrañable como el pueblo en el que conviven.






Mercedes Costa, la cocinera antropóloga
Pueden hacer la prueba: pregúntenle a cualquiera que conozca dónde se come bien en Tilcara y, seguro, les responderá en El Patio.
El restaurante más frecuentemente recomendado del pueblo es un emprendimiento de Mercedes Costa, cocinera, pero también antropóloga, que llegó al pueblo hace 25 años, "cuando todavía pasaba el tren". Y fue esa doble profesión de Costa lo que sin duda determinó el rumbo de una propuesta gastronómica distinta: rescatar sabores regionales, en algunos casos olvidados incluso en su propia región.
El Patio tiene una década y se convirtió en parada obligada para quienes gustan de o al menos sienten curiosidad por platos a base de ingredientes como la llama y la quinoa. "La Argentina rechazó durante muchos años lo autóctono. Pero lo que no se perdió fue la memoria. Así que todavía puedo hablar con la gente, que me cuenta como la bolivianita del mercado que me explicó el otro día cómo limpiar la quinoa", asegura Mercedes desde la cocina-laboratorio. Su amplio menú ofrece, entre mucho más, una buena variedad de preparaciones de llama: a la naranja, picante, en lomitos a la pimienta, como milanesa, en guiso... "El menú va cambiando. Simeaburro de un plato dejo de hacerlo", dice la antropóloga, que para el futuro, antes que nuevosproyectos imagina una vida más simple: "Mi sueño es achicarme un poco..."
Mientras tanto, sentarse a sus mesas, en pleno downtown Tilcara , es toda una experiencia.
Restaurante El Patio:Lavalle 352, Tilcara. Tel.: (0388) 495-5044
Jutta Riegel, la fotógrafa alemana
Si hubiera un Manual de instrucciones para dejarlo todo , seguramente incluiría ejemplos prácticos como el Caso Jutta Riegel .
Hace unos años, atribulada por circunstancias personales y profesionales, esta alemana de Düsseldorf cortó una encaminada carrera como agente inmobiliaria en Berlín, y se largó a viajar y fotografiarlo todo. Pasó por Ecuador, Uruguay, Marruecos y Bután, entre otros destinos. Pero el que la atrapó fue Tilcara, adonde volvió varias veces y desde donde emprendió otros tantos viajes regionales de los que la mayoría de los argentinos ni siquiera oyeron hablar.
El silencio de la Quebrada la decidió finalmente a desarmar su red de seguridad, su departamento berlinés, para instalarse por tiempo indeterminado en una casa en Tilcara con historia propia: pertenece a una pareja inglesa residente en Francia y no desentonaría en cualquier número de la revista Living . Ahí tiene una vecina (doña Negrita) con dos perros, a los que suele cuidar ("los únicos perros bilingües de Tilcara").
Pero antes, al pasar por Buenos Aires, Jutta imprimió en gran formato sus mejores fotos cosechadas por el norte argentino. Ahora las expone en el hotel Patio Alto de Tilcara y cuesta creer que no haya vivido siempre de la fotografía. Y así como, alta y rubia, no pasa precisamente inadvertida en el paisaje jujeño, parece que tampoco volverá jamás a encajar en una oficina en Berlín. Más bien planea futuros proyectos, como el de un libro de fotos de perros por toda la Argentina.
Francisco Tinte, el custodio fiel
José Antonio Terry (1878-1954) podría ser a Tilcara lo que Molina Campos es a San Antonio de Areco y la pampa húmeda en general: el artista que temprana y efectivamente retrató personajes locales, escenas y color, en un trabajo no sin cierto ingrediente antropológico. Sus obras están en el Museo Nacional de Bellas Artes y también en algunos europeos, pero la mayor colección, particularmente de su período jujeño, cuelga en el pequeño museo que ocupa la que fue su casa de verano y estudio, en el centro Tilcara, perfectamente conservada con muchos de sus muebles y unos notables techos.
Francisco Tinte, el director, lleva nada menos que 35 años en este museo. Conoce la casa como su propio hogar y se entusiasma al repasar cada dato biográfico de Terry, hasta tal punto de convencer al visitante, que probablemente llegue allí sin mucha idea de quién fue este artista. "Una de las cosas más sorprendentes de Terry es que era sordomudo -cuenta-, ¡lo que no le impidió en aquel tiempo comprender cuatro idiomas, estudiar en París y recorrer museos por media Europa!"
El guardián de estas 49 obras (algunas enmarcadas adecuadamente con cardón) admite, sin embargo, no haber visto nunca el original de su pintura favorita: La enana Chepa y su cántaro , propiedad del estado francés desde 1924. En el museo de Tilcara se puede admirar una reproducción junto con algunos bocetos de este trabajo.
Museo José Antonio Terry: Rivadavia 352 (lunes, cerrado)
Santos Manfredi, el llamero amable
Al entrar desde la ruta 9 al pueblo de Tilcara, punto de partida esencial para recorrer la quebrada de Humahuaca, una de las primeras cosas que se ven es un cartel amarillo con las siluetas de un hombre y una llama. Parece una señal de tránsito indicando la circulación de camélidos, pero es en realidad la publicidad de algo denominado caravana de llamas.
Detrás del cartelito está Santos Manfredi, porteño de 41 años radicado desde hace una década en Jujuy. Un ex ala de Alumni e instructor de esquí que tuvo su emprendimiento de venta de verduras orgánicas a domicilio hasta que se fundió y cambió Barrio Norte por la Quebrada, donde vivía su hermana Luz, dueña de un conocido hotel.
En su nueva vida, una caravana de oportunidades lo condujo a quedarse un buen día con un corral de llamas. Pero en lugar de criarlas por su lana o su carne, Santos se dedicó a domesticarlas. Varios años de paciente observación, ensayo y error le valieron para desarrollar un sistema propio emparentado con la doma racional de caballos de Martín Hardoy, totalmente contraria a los castigos y el sometimiento del animal.
"La idea era recuperar el uso de la llama como animal de carga, propio de la región, pero perdido a partir de la llegada del español y los caballos", explica Manfredi, sentado en una silla de camping frente a una copa de vino rosado salteño, un sándwich gourmet y frutillas en plena Garganta del Diablo, espectacular fenómeno geológico en el patio de atrás de Tilcara.
El picnic sibarita es la recompensa después de horas de caminata en una de las caravanas turísticas con las que Manfredi y sus 25 llamas encontraron una impensada salida laboral. Son trekkings que pueden variar de paseos de media jornada a desafíos físicos de cinco días (Salinas Grandes, Yungas, Tumbaya), con la particularidad de que cada participante conduce un animal, que a su vez transporta un par de alforjas con equipo y provisiones.
Una idea simple, original y muy fotogénica, con tal éxito que ya emplea a cinco personas y ha sido recomendada, por ejemplo, en la influyente guía Lonely Planet.
Para las salidas largas, el 70% de los clientes son extranjeros, sobre todo franceses. Los argentinos se animan más a las caravanas cortas. "Se forman parejas según personalidad -dice el rugbier convertido en llamero, sobre caminantes y llamas-. El más lanzado con la más temperamental, el más tímido con la más tranquila..." La preocupación de todos, reconoce, es si sus llamas... escupen. "Y, a veces sí. Pero en general te das cuenta de que están por hacerlo y tenés tiempo de correrte", dice antes del último sorbo de vino y de seguir la marcha entre esos espectaculares colores de la Quebrada que le cambiaron la vida.
Andrés Carrillo, el anfitrión nómade
Hace un par de años, Andrés Carrillo trabajaba en un hotel de la isla de Curaçao, colonia holandesa en el Caribe sur. Algo que no había imaginado antes, cuando se desempeñaba a bordo de cruceros de la compañía Carnival. Ni cuando atendía a los huéspedes en el lobby de un cinco estrellas en Cleveland, Estados Unidos. Ni cuando pasó aquella temporada laboral en El Calafate. Ni cuando estudiaba hotelería en Suiza.
Hoy, después de pasar por todas esas demandantes posiciones, este porteño nómade pasa sus días en otro lugar que tampoco había imaginado: Tilcara.
En un radical cambio de ritmo, Carrillo, de 37 años, asumió meses atrás la gerencia de un nuevo pequeño hotel, Patio Alto, justamente en la parte alta del pueblo. "Tuve una reunión con los dueños, una pareja de Buenos Aires que se enamoró de Tilcara cuando vino a hacer trekking. Y aunque no estaba en mis planes, no pude rechazar la propuesta", cuenta hoy, tomando un té de coca sentado junto a la mejor ventana del hotel, que parece enmarcar una pintura hiperrealista de la descendente calle Alverro.
La misión era poner el proyecto en marcha, desde la inauguración. "Cuando acabábamos de abrir se hizo el recital de Divididos, por lo que Tilcara se llenó de gente y estuvimos a full -recuerda Carrilló del gran debut-. Ahora estamos establecidos, pero no nos quedamos: empezamos a ofrecer un servicio de cocina que antes no teníamos." Después del soft opening (no tan soft ), la inauguración oficial llegó en agosto último, con el ritual de la Pachamama y un baño de incienso y pupusa por las siete habitaciones de hotel y los tres cuartos tipo hostel.
Anfitrión de alma, Carrillo es capaz de guiar al visitante por las callecitas del pueblo o hasta el Pucará de Tilcara con la misma familiaridad con la que antes anduvo por Curaçao, Ohio, El Calafate o las cubiertas de un cinco estrellas flotante.
Miguel Llave, el sikurista jazzero
Fueron 25 años de lo que él llama autoexilio cultural, pero acá está, de vuelta en la casa de los abuelos. Miguel Llave, músico tilcareño, en 1985, durante una gira por Francia, decidió que París era el lugar más propicio para desarrollarse. Y ahí se quedó. Primero haciendo música andina, pura. Después, pronto, mezclándose con artistas locales y extranjeros de paso.
Así tocó con pianistas jazz, con percusionistas marroquíes, con rockeros armenios... "Si para mí Buenos Aires era una aventura, Europa era Júpiter", recuerda hoy. En intensas noches de música y bohemia por Montmartre, Llave inventó, sin darse cuenta, el sikuris jazz, o el uso de instrumentos andinos sobre standards y no tanto. Con tal sensibilidad, virtuosismo y capacidad de improvisación que difícilmente podría tener seguidores en tal escuela: demasiado andino para los jazzeros, demasiado jazzero para los folkloristas.
Casi todos los eneros viajaba a Tilcara y solía habilitar la casona familiar, en la calle Belgrano, para reuniones de comunión musical. A la peña le puso Altitud, como se llamaba su grupo de fusión andina en París.
Un cuarto de siglo, un hijo parisiense (17 años, estudiante de música) y un divorcio después, Miguel volvió definitivamente a la Quebrada. Y se largó a hacer de Altitud un proyecto anual, un espacio de música en vivo y comidas más allá de la temporada alta, que pronto ampliará para recibir a unas 300 personas.
"No podés no hacer arte acá", dice de su tierra, con el conocimiento del lugareño y con la perspectiva de haber estado lejos mucho tiempo.
Altitud: Belgrano, a metros de la terminal

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